Lugares (II): El Laberinto.



     para M.

      Atardecía cuando se detuvo a las puertas del vetusto edificio. El polvo colgaba de los últimos rayos de sol cargando el ambiente de una consistencia extraña y proyectando su sombra hacia el interior de aquella construcción camino a ninguna parte. Tras detenerse un instante cruzó el viejo porche y entró. De inmediato, algo llamó poderosamente su atención. Las ausencias, todo aquello de lo que el lugar carecía, las cosas que una vez existieron y ahora habitaban el vacío. Ausencias, ecos, reverberaciones y silencios. Silencios como truenos y silencios tan profundos que fueron capaces de atrapar la luz, dejando tan sólo un punto de densa oscuridad donde una vez clamó una voz. Parado en mitad del vestíbulo aquellas paredes le hablaban de tiempo y voluntad. Porque las paredes son incapaces de olvido.
      Algo extraordinario ocurrió entonces, una revelación. El vacío se cargó repentinamente de energía y miríadas de impulsos eléctricos bombardearon sus terminaciones nerviosas. Escalofríos helados recorrieron sus extremidades y repentinamente todo se transformó. Nunca entendió que fue lo que sucedió, no supo si fue una experiencia real o tan sólo un ataque de locura. Aquellas figuras estaban ahí pero se sentía como una existencia totalmente ajena a ellas, como si un ataque de realidad le hubiera despertado en mitad de un extraño sueño.Todo cobró vida y ante él empezaron a desfilar imágenes cargadas de simbolismo.
      Anduvo por corredores y percibió los miedos que colgaban de las paredes, el odio, los deseos, ilusiones y esperanzas. Encontró numerosas puertas, algunas se abrían a su paso mientras otras permanecían cerradas encadenando tras ellas sus misterios. Vio a C maldiciendo la envía de los Dioses y odiándose por conocer cada final, convenciéndose de no creer lo que sabía un día sería cierto. Entró (y decidió no quedarse) en la habitación 209, la preferida de la tristeza, donde descansaron sus cabezas todos los atormentados y en la que tantas lágrimas se derramaron que sus paredes quedaron impregnadas de salitre. Se cruzó con sonrisas que escondían secretos y con rostros de una tristeza desoladora. Hubo lámparas que retumbaron con sonoras carcajadas desvanecidas en el amanecer de los días y llantos de niños con miedo a las sombras.
      Estuvo perdido por un laberinto de estancias y llegó al gran salón donde los encontró a todos. En un rincón, como un viejo hito que marcara el final del camino, estaba la banqueta de H, en la que una noche comprendió al mirarse en los ojos de E que había llegado a su patria. Elegantemente vestidos S y W hablaban sin parar, prestando mayor atención al sonido que al significado de sus palabras. Al final de la sala, alrededor de un viejo tocadiscos B, A, J y N enloquecían a multitud de cuerpos sin rostro con historias de andenes perdidos y automóviles secuestrados, viajes a lugares extraordinarios y encuentros con seres de otros mundos bajo el aullido y el frenesí de trompetas y saxofones enloquecidos.
      Se dirigió a ellos y se desvaneció en la noche de su locura.

      Nunca entendió que fue lo que sucedió, no supo si fue una experiencia irreal o tan sólo un ataque de cordura pero ¿quién distingue la diferencia?



Anthony Patch.

Lugares (I): El desván.




      Nadie sabe por qué sus pasos le condujeron hasta allí en una tarde como aquella. Una tarde cualquiera en la que el gris y el azul se alternaban en un cielo que le provocaba una sensación de desasosiego que conocía bien. Le había acompañado desde la infancia, cuando muchos días, sentado en su pupitre de clase, los juegos de luces y sombras le producían unas irresistibles ganas de llorar.
      Era la primera vez que acudía sólo y la estancia parecía suspendida en un pasado más presente que nunca. Nada entre aquellas cuatro paredes poseía utilidad alguna. Sin duda, aquel sería un lugar desconcertante para los amantes del cálculo y la eficiencia, para aquellos capaces de poner precio a los sueños. Ni siquiera la gata blanca que allí habitaba parecía cumplir una función concreta. Cuando le miraba con sus ojos de acertijo sabía que era sólo un invitado a hacerle compañía.
      Se dirigió al tocadiscos y puso uno de aquellos vinilos que con su sonido cavernoso habían tenido la facultad de hacerle sentir mejor que los demás, durante noches de veinticuatro horas en las que les tragaba el humo y la niebla y la risa hacía bailar las mecedoras. Se sentó en el centro de la habitación y la gata acudió a exigir su tributo de caricias. En las paredes aún continuaban colgadas las mismas pinturas que siempre le parecieron un tanto amenazantes, con esos parajes oníricos que jamás imaginó que un día visitaría.
      Permaneció largo tiempo sentado, escuchando la música y contemplando las pinturas. Lió un cigarrillo y se preguntó qué coño hacía allí y dónde habrían ido todos. Pensó en aquellas noches y se sintió extraño de estar sólo, como si el transcurrir del tiempo fuera tan sólo la certeza de que había caminos que tendría que realizar en solitario. Se abandonó a las horas y la noche le sorprendió interrogándose sobre el enigma que encerraban los ojos de la gata. Se hacía tarde, recogió sus cosas, lanzó una última mirada de despedida al felino que ahora le observaba desde la ventana y salió a la calle.
      Hacía frío y se sentía extrañamente reconfortado.


Anthony Patch.

Intacto




Quiero ser una sombra en la pared que mira el espectáculo del Universo,
una brisa que recorra la belleza sin que su crueldad le roce.
Amor y odio, 
vida y muerte, 
quietud y movimiento.
Quiero girar con el mundo sin temor al vértigo
y si el goce de su esencia alcanzara mis sentidos 
quiero fundirme en el, al menos.


Anthony Patch.

La noche que conoció su locura




Oía latir mi corazón en el retumbar de los altavoces. Mi pecho reverberaba con una sensación desconocida que debía parecerse a la felicidad. En el Psicopompo los cuerpos nos rodeaban como zombis animados por el oscuro poder de un nigromante. Ella bailaba a mi lado, empujada por las furias que habitaban su interior. Fue entonces cuando comprendí el abismo que separaba nuestros universos, abismo al que acababa de asomarme con una excitación propia del miedo. Nuestras bocas, nuestras manos, nuestros cuerpos se fundieron. Habitaba la ficción que tanto había buscado ¿Distinguiría la realidad al despertar?


Anthony Patch. 

Forajidos.




Quien se convierte en animal, se libra del dolor de ser hombre.”
Dr. Johnson.

Una tarde de 196... Un bar de carretera en un punto indeterminado entre San Francisco y San José. Parroquianos habituales y viajeros de paso comparten ficciones y pesares entre whiskys y cervezas al ritmo de Rave On. Despacio, procedente del exterior, un sordo gruñido se desliza entre la música, el humo y las risas. Apenas un rumor, crece y crece hasta convertirse en un feroz rugido. Un silencio tenso recorre la estancia. Comprometida con el instante la música cesa y la máquina de discos interrumpe su girar en un oportuno cambio de canción.

Las miradas están ahora fijas en la puerta donde cinco siluetas se recortan. Una mezcla de temor, repugnancia y admiración se apodera de los presentes. Pantalones grasientos, chaquetas de cuero y calaveras aladas a la espalda. Los recién llegados se encaminan a la barra cuando In my time of Diying de Bob Dylan comienza a sonar. Lentamente la atmósfera se recupera y las conversaciones se reanudan. Desde un oscuro rincón un joven continúa con su mirada fija en los motoristas. Siente una extraña fascinación por ellos, casi respeto, a pesar de su desastroso aspecto. Secretamente sueña con ser uno de ellos, un sujeto con el valor de seguir sus propias reglas, de prescindir de intermediarios. Alguien protegido por su pertenencia, sin condiciones, más allá de toda consideración moral.

Podría tratarse de cualquier bar en un punto indeterminado de una carretera californiana en 1965 o de cualquier otro lugar. En este instante fuera del tiempo y el espacio siempre hay unos ojos observando y un alma que lucha contra una absurda guerra o combate un incierto futuro. A ritmo de psicodelia y LSD o a golpe de metanfetamina, en ese instante y en ese lugar, esos ojos anhelan ser uno de esos individuos. Demasiado a menudo ignorantes e incomprendidos, siempre fracasados pero con el indudable valor de sacar sus cabezas de la masa informe y vivir al margen. Ellos son los antihéroes de la historia moderna, sólo otros de sus muchos perdedores. Incapaces de triunfar pero con el instinto suficiente para reconocer su fracaso y buscar una ruta alternativa, lejos de convencionalismos.

Cuenta Hunter S. Thompson que el final de la época dorada de los motoristas forajidos llegó cuando su éxito publicitario les hizo conscientes del mundo que les rodeaba. Políticamente conservadores y socialmente racistas, no lucharon por nada y siempre pelearon contra todo. Defendiéndose de su propio fracaso, ellos, al menos, tuvieron el valor o la inconsciencia de intentar trazar su camino.


Anthony Patch.